Llamar a la guerra o cómo poner a cada sexo en su sitio
Cada avance del feminismo ha provocado históricamente una reacción del género dominante. Ahora vuelve la retórica militar


Resulta tentador interpretar la actual deriva belicista como el reflejo, en parte, de un movimiento más profundo de una porción de nuestra psique colectiva que anhela poner a cada sexo “en su sitio”. Además del auge de la extrema derecha que observamos desde hace varios años en nuestras sociedades, causa alarma la fascinación que sienten muchos varones de las generaciones más jóvenes por el autoritarismo y la violencia y, más concretamente, la violencia contra las mujeres. Numerosas encuestas y algunas tendencias observadas en distintos países apuntan a este fenómeno más reciente que la mediática serie de Netflix Adolescencia aborda desde la ficción. Si bien existen cada vez más referentes de nuevas masculinidades, por ejemplo, en la música y el cine —pienso en el cantante Harry Styles, el propio Almodóvar o el actor Terry Crews— siguen siendo minoritarios. Al mismo tiempo, es cada vez mayor la influencia de los predicadores de la masculinidad tóxica y violenta en las redes sociales. Su objetivo es inocular un odio oscuro hacia las mujeres y lo femenino que no es sino un temor profundo a la disolución del género masculino, tal y como se ha entendido tradicionalmente.
En este contexto de temor y confusión, reemerge la reivindicación del espacio y momento viril por excelencia: la guerra. Para evitar que los hombres se “afeminen” y que la sociedad adopte la apariencia suave y los presuntos valores maternales del género dominado, se llama a recuperar las virtudes asociadas al género dominante y la figura del ciudadano-soldado. Recordemos que Rousseau, el ilustrado que más inspiró a los revolucionarios franceses, marcando nuestro pensamiento político hasta la actualidad, prefería Esparta sobre Atenas. Atenas, pensaba Rousseau, se parecía a la Francia ilustrada, aquella monarquía de los salones, más preocupada por las artes y la conversación que por desarrollar la virtud como fundamento del buen gobierno. Entendía Rousseau la virtud como sobriedad de espíritu, compromiso cívico y, quizá algo todavía más importante, respeto por el lugar natural de cada sexo. Al filósofo le horrorizaban los aristócratas y petimetres que poblaban los salones literarios con su apariencia y maneras “pusilánimes” y atribuía este “afeminamiento” generalizado a una excesiva convivencia entre hombres y mujeres. Conviene resaltar el poder intelectual y político de las salonnières, las mujeres que regentaban estos espacios de intercambio de ideas, literatura y arte, en la época prerrevolucionaria. Se enfatiza frecuentemente la visión progresista de Rousseau sobre la educación, su defensa del cuidado y el respeto por la infancia, pero se suele hacer menos hincapié en su radical diferenciación de esa educación según el sexo. La función de Sofía era la de cuidar y mimar a Emilio para que este se sintiera seguro en sus actividades intelectuales y públicas. Así debía ser también la esposa del revolucionario: centrada en sus responsabilidades domésticas y encargada de inculcar el patriotismo republicano en su descendencia.
En el papel de las mujeres intelectuales y la incipiente flexibilidad de género de la Francia rococó hallamos un paralelismo con la época actual y esa otra parte de la sociedad que reivindica, tanto en la teoría como la práctica, la fluidez de género y orientación sexual, cuestionando radicalmente la relación jerárquica entre lo masculino y lo femenino. No es que las mujeres no quieran o no puedan ser soldados —y no hace falta invocar a las amazonas para demostrarlo, cuando decenas, sino cientos de miles de mujeres forman parte de los ejércitos del mundo—. La cuestión de fondo es que métodos políticos como la colaboración, la elocuencia, la empatía y la escucha activa, tradicionalmente asociados al género femenino, no se consideran equivalentes a esos otros que vinculamos al género masculino como la competitividad, la imposición, el pragmatismo y la agresividad. A lo largo de la historia, el grupo dominante de varones —que, desde luego, también ha incluido a algunas mujeres— ha tenido la oportunidad de ensayar una y otra vez el repertorio viril para la resolución de los conflictos políticos e internacionales. ¿Qué sucedería si en lugar de apostar exclusivamente por el rearme y la actitud confrontativa se apostara también por la negociación, la cooperación y la resistencia pacífica para aliviar las tensiones geopolíticas actuales? Empeñarse en que la única respuesta posible a los desafíos del presente es la guerra es como empeñarse en que sólo hay una manera de ser hombre, la que pasa por subyugar a la mujer y reprimir cualquier impulso, emoción o vulnerabilidad propios que puedan percibirse como femeninos.
Tras cada tentativa de reafirmación femenina y cada intento por subvertir las relaciones de género a lo largo de los últimos siglos ha habido una reacción social fuerte que ha buscado poner a los sexos y los géneros “en su sitio”. Visiblemente, nos encontramos de nuevo en esa tesitura. Quizá ya es tarde, pero, para evitar la siguiente reacción antifeminista con sus potenciales derivas belicistas, urge poner el foco en los debates sobre la condición masculina. Es indispensable construir un nuevo ideal de hombre, compatible con la igualdad de género y dispuesto abrazar su “feminidad”.
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